Pablo Angulo Vera
© Magíster Interdisciplinario en Estudios Latinoamericanos
Universidad de La Serena
Nos criamos con la televisión, viendo Superman y la Guerra de las Galaxias, escuchando y mirando por la ventana una vorágine de banderas rojas, capuchas, molotov, piedras, disparos y sirenas. Alguna vez la curiosidad nos hizo escapar y correr de un lado para otro con nuestros amigos, sumarnos a la masa tirando piedras en aquellas catarsis colectivas, siguiendo a la gente sin entender del todo los gritos y consignas, y menos qué pasaría si nos metían a ese camión verde o esos buses negros y blancos.
Cuando comenzamos a entender y nos causaba rabia y dolor, nos dijeron que lo olvidáramos, que la alegría ya viene, entonces cantamos ese alegre y pegajoso himno y nos paseamos saltando con una enorme bandera chilena por todo el centro, celebrando, mirando las caras de regocijo e imaginando que se abrían las puertas del cielo. Un par de años después nos caímos de la cama y despertamos. Nos dimos cuenta que algunas cosas cambian para que todo siga igual, nos convidaron a dejar todo ahí como estaba, a no hurgar en las heridas y a creer que somos la primera economía de Latinoamérica.
Mi banda sonora en los primeros meses de nuestra recién recuperada democracia, era la canción “En todas las esquinas” del grupo Congreso, a cada momento repasaba mentalmente ese pegajoso estribillo “ven para la libertad, grito este canto en todas las esquinas viva la libertad”. Me imaginaba la ciudad convertida en un carnaval permanente, músicos, malabaristas, teatro, cine, en fin, todas las manifestaciones imaginables expuestas en la calle. A nivel del significante no andaba tan equivocado. Lamentablemente el significado en algún momento se desvió hasta extraviarse por completo. La ciudad que imaginaba, en la actualidad de alguna manera existe pero forma parte de un entramado social no previsto en mis fantasías emancipatorias.
La calle, la ciudad, se abrió a las distintas experimentaciones estéticas y sensoriales pero sólo en apariencia, o si se prefiere, con una significación marcadamente distinta a la que nos hubiera gustado. En nuestra lectura, dicha apertura refiere a la ciudad esquizoide que hemos ido construyendo, paralelamente a las ciudades panóptica y paranoica.
La ciudad esquizofrénica es la que transitamos en común con el resto de los consumidores o -como dice un amigo- los hombres significantes. Está básicamente en los espacios comunes, el centro de la ciudad. Es el espacio de los múltiples universos de sentidos, las resignificaciones, las resemantizaciones. La ciudad de las grandes tiendas, las vitrinas, los escaparates, las estatuas humanas, los vendedores ambulantes, los libros y los cds piratas, los mimos y malabaristas en las esquinas, los skaters bajando por las barandas, los graffitis encima de los monumentos a los próceres. En otro estrato nos encontramos con la ciudad panóptica, que comparte de alguna forma los espacios con la anterior, pero es en mayor medida obra del aparato de Estado -la ciudad esquizo se rige por el mercado y su economía es la de los cuerpos como máquinas deseantes-. Las redes de la ciudad panóptica la conforman las instituciones. La escuela, la cárcel, el hospital, los tribunales, la policía y los sistemas de cámaras de seguridad en la calle y los edificios estructuran la mirada que el poder del Estado posa sobre nosotros.
La sociedad, sin embargo, no se conforma con ello y su cuerpo paranoico -el de cada uno de nosotros- estructura su propia ciudad a la medida de nuestros miedos. Esta ciudad se sitúa en los suburbios. Se aleja del centro y crea micro-ciudades fortalezas donde la seguridad y la asepsia son lo principal. Se cierran los barrios, se contratan guardias, se pone en acción el plan cuadrante con la policía, se compran perros, se levantan rejas, se instalan cámaras y alarmas. Los estratos panóptico y paranoico de la ciudad se comunican por medio de redes virtuales creadas con ese efecto. Lo que sigue son las alarmas y censores en nuestras casas y luego las cámaras para reconocer a los delincuentes y vigilar a la nana, que cuida nuestras cosas y a nuestros hijos –no hay que olvidar que ella viene del otro lado de la ciudad-. Además está el Messenger y las cámaras Web para hablar con nuestros parientes y amigos sin tener que abandonar nuestra guarida.
En realidad, las redes virtuales no comunican tan sólo los estratos panóptico y paranoico, sino también la ciudad esquizo y una multiplicidad de pulsiones y deseos que cruzan y escapan todos los estratos y definiciones. Gran parte del tráfico doméstico en la actualidad se desarrolla desde ahí.
La falta de territorios físicos para expandirse -en algún momento- llevó al capitalismo a inventar territorios virtuales cada vez más sofisticados. Las nuevas sociedades se definen de alguna manera por los imaginarios que se desplazan por sus ondas y redes virtuales, ellas ayudan a abrir nuevos espacios para que fluya el capital. Gran parte de la vida social, y de nuestras propias vidas, se desarrolla en escenarios virtuales, en barrios audiovisuales, donde representamos papeles distintos bajo algún pseudónimo o nick name. Por la red y la televisión transcurren amores paralelos, se trafican fantasías y se realizan la mayor parte de las transacciones comerciales. Esta vez son los propios afectos, la propia sensibilidad de las personas la que se transforma para dejar entrar y salir en un flujo constante inversiones de capital.
La instauración del discurso de la publicidad, opera lo que Zurita llama la agonía de la palabra. La pérdida de relación esencial de la palabra con las cosas. En la publicidad nada significa lo que significa. Lo que prima es el significante. Nuestra ciudad es diferente a la ciudad de la alegría prometida por la democracia, no por los significantes, sino por un extravío radical de los significados. Los significantes están, están los malabaristas, están los músicos, están los actores, los pintores, los bailes, todo. Pero está claro que algo importante se perdió en el camino.
Warhol nos mostró a los objetos en su “estado puro” de significantes, y como tal -todo significante es vacío- como bien da cuenta el afiche que anuncia este seminario, la publicidad se ha encargado de llenarlos con distintos sentidos, asociarlos a miles de significados diversos según sus intereses. En la actualidad los objetos se asocian a distintos ideales -seducción, audacia, delgadez, inteligencia, en fin-.
En este contexto, los objetos para ser reales deben llevar consigo más elementos que los de su pura materialidad. Con las personas ocurre lo mismo, para adquirir presencia en el mundo debemos adjuntar una serie de ideales culturales como los antes descritos, debemos imitar a la imagen, precisamos travestirnos en imágenes publicitarias.
Las ciudades se han convertido en un gran set donde cada uno “representa” su propia obra. Incluso tenemos cámaras en los lugares más concurridos y nos mandan mensajes para que lo recordemos, “sonría lo estamos grabando” en las tiendas y supermercados. Es cierto que estas advertencias conllevan una gran carga panóptica –evocando a Foucault -, pero al mismo tiempo actúan como metáforas del “plateaux” en que estamos instalados.
El fenómeno publicitario garantiza la uniformidad de los sujetos en torno a los actos de consumo al poner de relieve la inmediatez como norma oficial del goce, instalando a los sujetos en la experiencia anestética de la expectativa, que los obliga a convivir con sus identidades inestables, las que sólo serán recuperadas más tarde en el nivel de la narración de lo cotidiano, a manera de resistencia ante la total pérdida de sentidos -históricos, valóricos, estéticos- propiciadas por la entrópica proliferación de producciones culturales, tanto materiales como simbólicas. Pérdida paradójica si pensamos que es producida por un exceso de presencia de los objetos y los universos que ellos ponen en movimiento.
Hoy mediante la práctica publicitaria asistimos al doble juego de sus destinatarios “como consumidores de un determinado producto en el mercado de los intercambios económicos y como receptores de un determinado texto cultural en el mercado de los intercambios comunicativos”[1]. En palabras de Baudrillard “el consumo es un modo activo de relación -no solo con los objetos, sino con la colectividad y el mundo- en el que se funda todo nuestro sistema de cultura[2]”. Desde esta perspectiva el espacio público deviene cada vez más espacio publicitario y es justamente allí donde el problema fundamental se nos presenta en su dimensión ética.
La publicidad transforma los ideales emancipatorios en ideales de consumo, la igualdad se transforma en tarjetas de multitiendas, la libertad en un plan de teléfono móvil y la fraternidad en la comunidad de amigos del chat. Desde esta perspectiva la apertura de la calle a diversas manifestaciones urbanas no representa la jovialidad de un pueblo, la celebración permanente de esta copia feliz del Edén. Es la irrupción de la marginalidad lo que allí se juega, es la irrupción de la exclusión, en medio de esa escena de hipervisivilidad delirante, delirante de progreso y de sueños de mercado. Es el rumor del río que permanece, ese río contenido en inmensas jaulas de cemento y que la autoridad pretende canjearnos por la velocidad de las Biovias.
Todo lo que tiene texto es centro, todo lo que tiene texto no es marginal. Sabemos que es imposible rozar siquiera la carne de lo marginal desde el arte, desde la escritura, aunque esa ha sido desde siempre la tensión. De todas formas si nos interesa cuestionarnos en que momento la apertura de las calles pasó a ser una extensión del monitor del computador o la pantalla de televisión y en qué lugar se extraviaron las palabras, las palabras de las cosas, es necesario que empecemos a entender esos problemas de otra manera.
Entender la ciudad como texto, es equivalente a entenderla como idea. Lo que nos homologaría a los humanistas. Sería preciso entenderla como cuerpo. La marginalidad no es una idea, en el mejor de los casos es obra. La marginalidad, la ciudad -parafraseando a Marchant- es cuerpo. Cuerpo como necesario, como lo impresentable, lo imposible de presentación, lo que está ahí por pura necesidad, como percepción. Solamente en un trabajo con las palabras y las cosas, y no con las ideas de las cosas, dejaremos de aceptar como naturales las respuestas y las teorizaciones provenientes desde fuera. Solo un trabajo poético de la palabra y el silencio, un trabajo con nuestro propio lenguaje, nuestro propio cuerpo nos hará preguntar de otra manera, ser de otra manera.
La crítica urbana latinoamericana tiende a importar respuestas desde el norte, sin tener claras ni siquiera las preguntas que como sociedad nos competen. Es más, a nivel teórico esas preguntas nunca han sido planteadas. Respuestas a nuestra particular condición es factible de encontrar, según Zurita, esas respuestas se llaman Cien Años de Soledad, Rulfo, Vallejo, Neruda. Nosotros podemos dar otros nombres. En cualquier caso realizar la traducción de las teorías que vienen desde los centros metropolitanos implica tener presente desde donde se habla, tener presente la materialidad de nuestra lengua.
La crítica urbana latinoamericana, si pretender ser parte de la construcción de una nueva ciudad, hecha a escala de nuestra propia sensibilidad, debe escapar de la trampa interpretativa que impone la academia metropolitana. Debe partir desde una nueva relación de las palabras y las cosas, dejar de entender el objeto como puro significante, como en la posmodernidad que no es otra cosa que conservar las palabras y olvidar el referente, por el contrario debe abandonarse enteramente a ellos. Sólo así se me ocurre que es posible apagar las cámaras, dejar de vivir permanentemente en un set, recuperar el claro oscuro de la ciudad, los sobresaltos, dejar la línea recta e involucrarse verdaderamente en los intersticiosos que dan vida a nuestro cuerpo, nuestra sociedad, apagar la pantalla y escuchar el rumor del río que permanece, como bien dice Gepe, “es el secreto, vida horizontal en tiempo estival, donde no calza, la hora del río con la ciudad…”
[1] Carlos Lomas “El masaje de los mensajes publicitarios. La seducción de los objetos y la identidad de los sujetos” en Signos. Teoría y práctica de la educación. Abril-Junio de 1997, extraído del sitio de Internet www.quadernsdigitals.net.
[2] Citado en, Carlos Lomas “El masaje de los mensajes publicitarios. La seducción de los objetos y la identidad de los sujetos” en Signos. Teoría y práctica de la educación. Abril-Junio de 1997, extraído del sitio de Internet www.quadernsdigitals.net.
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