lunes, 15 de junio de 2009

Toda filosofía es en sí política (Entrevista a Roberto Esposito)

“Toda filosofía es en sí política”
El programa filosófico del italiano Roberto Esposito, cuya obra circula ahora en español, se define por las nociones de “comunidad”, entendida como lo que nos obliga, nos une en la deuda, y la de “inmunidad”, intento de autoconservación que domina a la sociedad actual. En esta entrevista exclusiva se refiere al legado de Foucault y Heidegger, y a sus diferencias con Giorgio Agamben y Toni Negri.
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EDGARDO CASTRO
“Luego del fracaso epocal de todos los comunismos y de la miseria de todos los individualismos”, afirma el filósofo Roberto Esposito en su libro Communitas, no hay nada más necesario que un pensamiento de la comunidad. ¿Qué tienen en común —se pregunta en otros de sus libros, Immunitas,— “la batalla contra la aparición de una nueva epidemia, la oposición al pedido de extradición de un jefe de estado extranjero acusado de violación de los derechos humanos, el fortalecimiento de las barreras frente a la inmigración clandestina y las estrategias de neutralización del último virus informático”? Nada —responde—, a menos que se vincule cada uno de estos fenómenos con la categoría de inmunidad, que atraviesa todos estos lenguajes particulares.
Su reciente trabajo Bíos comienza con la enumeración de algunos hechos políticamente relevantes de los últimos años: una corte francesa que le reconoce a un niño nacido con graves deficiencias el derecho de denunciar al médico que, por su incorrecto diagnóstico, impidió que su madre abortara; la “guerra humanitaria” en Afganistán; los episodios en el teatro Dubrovska de Moscú, en los cuales, para resolver la situación, un grupo de agentes del gobierno llevó a cabo la masacre con la que amenazaban los terroristas; la epidemia de HIV en la región de Donghu, en China, originada en la venta masiva de sangre que estimula y gerencia directamente el gobierno. En todos estos hechos lo que está en juego es la vida biológica y su relación con el poder.
Comunidad, inmunidad y vida aparecen así como los tres grandes temas que nuestra actualidad política plantea a la filosofía. Para afrontarlo, Esposito se nutre, con una lectura innovadora y un análisis perspicaz, de los autores fundamentales de la filosofía política occidental, desde los antiguos hasta los modernos, de Platón a Foucault, pasando, entre otros, por Maquiavelo, Hobbes y Nietzsche. Pero no se limita sólo a los textos filosóficos, su trabajo se nutre también de una vasta cultura clásica, lingüística e histórica.
En Communitas, Esposito se sustrae a la dialéctica que domina el debate actual acerca de la comunidad, entre lo común y lo propio, pues en ella —a pesar de la oposición— lo común es identificado con su contrario: es común lo que une en una única identidad propia (étnica, territorial, espiritual); tener en común es ser propietarios de algo común. Esposito parte de otra posibilidad etimológica del término communitas, que focaliza el término munus de cum-munus. Es necesario tener presente que munus se dice tanto de lo público como de lo privado; por eso la oposición común/propio y público/privado queda afuera de su esfera semántica. Además, munus puede significar onus (obligación), officium (oficio, función) y donum (don). Las dos primeras acepciones son formas del deber, pero Esposito subraya que también lo es el don. El munus es una forma particular del don: el don obligatorio, aunque suene contradictorio. Un don que se da porque se debe dar y no puede no darse.
La comunidad deja de ser, entonces, aquello que sus miembros tienen en común, algo positivo, de lo que son propietarios; comunidad es el conjunto de personas que están unidas por un deber, por una deuda, por una obligación de dar. La comunidad se vincula, así, con la sustracción y con el sacrificio. “Por ello, la comunidad no puede ser pensada como un cuerpo, una corporación, donde los individuos se fundan en un individuo más grande. Pero tampoco puede ser entendida como un recíproco ‘reconocimiento’ intersubjetivo en el que ellos se reflejan confirmando su identidad inicial.”
A partir de aquí, Esposito seguirá la relación comunidad/sacrificio en el discurso político-filosófico moderno a través de cuatro conceptos-clave: culpa (J.-J. Rousseau), ley (I. Kant), apertura estática (M. Heidegger) y experiencia soberana (G. Bataille).
En Immunitas, nos encontramos con un análisis etimológico-conceptual, paralelo y complementario al de communitas. Inmune es, en un primer sentido, el que está privado o dispensado de una obligación, de un deber, de un munus. Inmune resulta, entonces, un concepto negativo. Pero, en la medida en que el munus del que se está dispensado es aquel que los otros tienen en común, inmune expresa también una comparación. Se trata “de la diversidad respecto de la condición de los otros”.
Ahora bien, desplazándose del ámbito jurídico al biomédico, la inmunidad adquiere otro sentido. En este caso, expresa “la refractariedad del organismo respecto del peligro de contraer una enfermedad”. Aunque este sentido es antiguo, el concepto sufre una transformación en el siglo XIX, en relación con la práctica de la vacunación y con la introducción de la noción de inmunidad adquirida. Una forma atenuada e inducida de infección puede prevenir, en efecto, una enfermedad. Se trata de proteger la vida haciéndole probar la muerte. Esta aporía atraviesa todos los lenguajes de la modernidad. Así, por ejemplo, la violencia es uno de los componentes del aparato jurídico-institucional destinado a reprimirla. El objeto del libro es, precisamente, estudiar esta aporía, la relación entre protección y negación de la vida, como la forma constitutiva de la modernidad política.
El tema de Bíos es la relación entre la filosofía y la biopolítica (es decir, una política de la vida). A la luz de esta problemática, los tres primeros capítulos se ocupan de Foucault, Hobbes y de Nietzsche. El cuarto está dedicado a la tanatopolítica y el último a una filosofía del bíos después del nazismo. La tarea de su filosofía, nos advierte el autor, no es proponer acciones políticas o convertir a la biopolítica en la nueva bandera de un manifiesto revolucionario o reformista. Sin negar, con ello, que la filosofía pueda efectivamente actuar sobre la política. La propuesta de Esposito no es “pensar la vida en función de la política, sino pensar la política en la forma misma de la vida”. En última instancia, se trata de invertir el signo negativo que, con el paradigma inmunitario, acompañó hasta ahora a la biopolítica.
Communitas. Origen y destino de la comunidad se publicó en Italia en 1998 y Amorrortu la tradujo al español en 2003. La misma editorial publicará en breve Immunitas. Protección y negación de la vida, cuya edición original es de 2002. Bíos. Biopolítica y filosofía, aparecido en Italia el año pasado, cierra por ahora esta trilogía imprescindible.
—Desde hace algunos años asistimos —en sus trabajos y en los de Giorgio Agamben— a un renacimiento de la filosofía política italiana. ¿A qué lo atribuiría?
—Se puede dar una primera respuesta partiendo del carácter específico de la filosofía italiana. Sin querer volver al mito de las filosofías nacionales, del siglo XIX, si la vocación general de la filosofía anglosajona es analítica, la de la filosofía alemana es metafísico-hermenéutica y la de la francesa, crítico-desconstructiva, es indudable que la característica peculiar de la tradición filosófica italiana es la política. No es casual que los dos mayores autores italianos sean Maquiavelo y Vico. También Croce y Gramsci, aunque de manera diferente, pertenecen al horizonte ético-político. Naturalmente, hay filósofos italianos que trabajan en dirección analítica o hermenéutica, o que se ocupan de la relación entre la filosofía y la teología. Pero, por ello mismo, corren el riesgo de quedar sumergidos por tradiciones más fuertes en estos campos, como la anglosajona y la alemana. A esta respuesta, que recurre a una raíz lejana, hay que agregar otra respecto de la dimensión contemporánea de la filosofía. Pienso en lo que Foucault llamó ontología de la actualidad, retomando de manera original la fórmula hegeliana del propio tiempo aprehendido con el pensamiento. Ciertamente, son muchos los estilos del trabajo filosófico, pero una filosofía que no parta de una interrogación radical sobre el propio presente, sobre lo que lo connota y lo transforma de modo esencial, pierde gran parte de su sentido. Y no hay duda de que la política, de cualquier modo que se la entienda (como relación o como conflicto, como comunidad o como guerra) está cada vez más en el centro de nuestra vida. Incluso en el sentido radical de la reflexión biopolítica. El punto de vista del que parte mi reflexión, como la de Agamben, es que hoy no tiene más sentido una práctica filosófica centrada sobre sí misma, dedicada a recorrer su propia historia o absorta en problemas de lógica abstracta. En este sentido, Georges Canguilhem, autor cercano a Foucault, pudo escribir que “la filosofía es una reflexión para la cual toda materia extraña es buena. Más aún, podríamos decir: para la cual toda materia buena tiene que ser extraña”. Y Gilles Deleuze consideraba que “El filósofo tiene que llegar a ser no-filósofo, para que la no-filosofía se convierta en la tierra y el pueblo de la filosofía”. Este es el sentido específico que hay que dar a la idea, de otro modo incomprensible, de “fin de la filosofía”. Lo que ha acabado es, indudablemente, una concepción endogámica, autorreferencial de la filosofía (es decir, toda práctica filosófica que se asuma a sí misma como objeto propio). En cambio, asistimos desde hace tiempo a un proceso, cada vez más fuerte, de exteriorización de la filosofía, de rebasamiento del pensar en el espacio en movimiento del propio afuera. En el momento en que todos los acontecimientos (de la relación entre la paz y la guerra a la relación entre la técnica y la vida biológica) asumen por sí mismos una dimensión sumamente problemática, la filosofía contemporánea no puede no hacerse política. No en el sentido de la disciplina académica de la filosofía política, como parte de la filosofía, sino en aquel, más radical, que la filosofía es en sí, constitutivamente, política.
-Encuentro en sus trabajos una decisiva influencia de Heidegger y de Foucault.
—Es verdad que ambos están muy presentes en mi trabajo. Pero en momentos diferentes y con diferente intensidad. En cuanto a Heidegger, es difícil imaginar una investigación filosófica que pueda ignorarlo o no estar influenciada por él; aunque sea de manera polémica como a menudo ocurre. Pero no me siento un heideggeriano, suponiendo que esta expresión tenga sentido. En mi ensayo sobre la comunidad, conecté el catastrófico error político de Heidegger con algunos aspectos de su pensamiento. Pero ello no excluye su extraordinario peso en toda la filosofía de nuestros días. En particular, mi libro Categorías de lo impolítico se ve influido por la reflexión heideggeriana. Lo que quise hacer —no sé con qué resultados— fue someter los conceptos políticos de la modernidad a una desconstrucción tan intensa como aquella a la que Heidegger sometió las categorías de la tradición filosófica y Nietzsche las ideas morales. Partí de la tesis de que las categorías políticas modernas (soberanía, poder, libertad, etc.) habían entrado en una zona de insignificancia o, mejor aún, de contradicción consigo mismas. Y por ello, que era necesario tener una mirada diferente (precisamente impolítica, aunque no apolítica ni antipolítica), capaz no de reactivarlas, sino de llevarlas a su agotamiento definitivo; y ello, con la conciencia, también de derivación heideggeriana, de que por el momento no existe otro lenguaje afirmativo, constructivo o normativo para pensar la política. En este horizonte argumentativo, en el que me moví hasta la mitad de los años 90, Communitas sirve de bisagra entre las dos fases de mi reflexión. En un momento me encontré con la temática biopolítica de Foucault. Ya había utilizado el dispositivo foucaultiano —en particular respecto del nexo entre saber y poder—, pero lo que me dio una nueva clave de pensamiento para abordar la política fue el Foucault de mitad de los años 70, en particular los cursos sobre la biopolítica ahora publicados completos. Este nuevo encuentro con Foucault no debe ser entendido como la negación del recorrido anterior, más permeable a Heidegger, sino como su necesario complemento. La idea de la crisis irreversible del léxico político moderno es común a las dos etapas de mi trabajo. Los conceptos de soberanía, de derechos individuales, de democracia todavía están en pie, pero su efecto de sentido se encuentra debilitado y modificado respecto de su sentido originario. Siguiendo a Foucault, entendí que la retirada o el debilitamiento de este lenguaje clásico no agota el horizonte argumentativo, sino que abre otra escena, muestra otra lógica, antes escondida en las viejas categorías: la de la biopolítica, precisamente. Tampoco Foucault debe ser tomado en bloque. No sólo porque su discurso queda interrumpido y suspendido, sino porque presenta algunas contradicciones y desplazamientos internos, los que traté de sacar a la luz, críticamente, en Bíos.
—¿Cómo se relacionan sus trabajos y los de Agamben? ¿Cuál sería el vínculo entre “inmunidad” y “estado de excepción”?
—Más allá de algunas analogías externas, como el origen literario de nuestros recorridos, que explican algunas afinidades estilísticas y también la común atención filológica a textos poco conocidos o desconocidos; respecto de la biopolítica hay otra afinidad que distingue nuestra posición de otras lecturas. Me refiero al distanciamiento en relación con una interpretación completamente afirmativa, casi eufórica, de la biopolítica; distanciamiento respecto de la idea de que el biopoder esté necesariamente destinado a convertirse en política de la vida, bajo el impulso irrefrenable de la multitud, como piensa el amigo Toni Negri, por ejemplo. Agamben y yo dirigimos nuestra mirada hacia lo negativo, hacia las características terribles que ha asumido la biopolítica, no sólo en el siglo pasado. Pero esta cercanía de método y de tono no tiene que hacer perder de vista las marcadas diferencias entre ambos. Antes que a los paradigmas de inmunidad y de estado de excepción, estas diferencias conciernen a una cuestión preliminar: precisamente a la relación entre Heidegger y Foucault. Digamos que Agamben está más cerca de Heidegger, que lee la biopolítica en clave ontológica, mientras que yo la interpreto en sentido genealógico. Para Agamben, a diferencia de Foucault, la biopolítica no es un fenómeno esencialmente moderno sino que nace con la política occidental. Coherentemente, Agamben no establece ninguna diferencia —como sí lo hace Foucault— entre soberanía y biopolítica. Para él, la biopolítica es la expresión más intensa de la superposición entre derecho y violencia que constituye la forma excluyente del bando soberano. Una vez asumida hasta el final la tesis de Carl Schmitt: que es soberano quien decide sobre el estado de excepción, se sigue no sólo el carácter mortífero de toda la política occidental, sino también que el campo de concentración constituye su paradigma más propio. Respecto de esta radical deshistorización, mi perspectiva resulta más articulada y menos alejada de Foucault. Si bien no sacrifica la teoría en aras de la historia, tampoco diluye el método genealógico en el plano ontológico. El instrumento que me permite mantener juntos estos dos ejes del discurso (no perder ni la unidad del tema ni sus declinaciones históricas) es, precisamente, el paradigma de la inmunidad. En relación con la posición de Agamben, a la que reconozco toda su fuerza y sutileza, la categoría de inmunidad ofrece otra ventaja: reúne en un mismo horizonte de sentido la dimensión jurídico-política y la biológica; los dos sentidos predominantes del concepto de inmunidad. Así, los dos polos de la bio-política (vida y política) aparecen unidos en un modo que no requiere necesariamente de una apropiación violenta del uno por parte del otro. Si esto es verdad, la apropiación de la vida por parte del poder no es un destino ontológico, sino una condición histórica y reversible. De ahí que la vida no es nunca vida desnuda, como dice Agamben. La vida está siempre formada, es una forma de vida. También la vida desnuda, cuando aparece, aunque negativamente, es una forma de vida.
—La “inmunidad” es para usted paradigma interpretativo de la modernidad. ¿Por qué?
—La categoría de inmunidad, cómo protección de la vida mediante un instrumento negativo es antigua. En forma implícita e inconsciente, nace con la modernidad. Antes de ser traducida dialécticamente por Hegel, Hobbes es, quizá, su primer teórico.
Desde el momento en que él condiciona la supervivencia de los hombres a la cesión de todos sus poderes al Estado-Leviatán, la idea de inmunización negativa ya está virtualmente actuando. Para poder definirla mejor hubo que esperar a la sociología, la antropología y el funcionalismo del siglo XX. Además de dar visibilidad y luminosidad a una categoría oscura, la conecté negativamente con la idea de comunidad: su reverso lógico y semántico. Ambos términos, communitas e immunitas, derivan de munus, que en latín significa don, oficio, obligación. Pero, mientras la communitas se relaciona con el munus en sentido afirmativo, la immunitas, negativamente. Por ello, si los miembros de la comunidad están caracterizados por esta obligación del don, la inmunidad implica la exención de tal condición. Es inmune aquel que está dispensado de las obligaciones y de los peligros que, en cambio, conciernen a todos los otros. Desde esta perspectiva, el individualismo moderno, que nace de la ruptura con las anteriores formas comunitarias, expresa por sí mismo una fuerte tendencia inmunitaria. La misma concepción moderna, en fin, puede ser entendida como el conjunto de los relatos que tratan de traducir esta exigencia individual de protección de la vida. Ahora bien, esta exigencia de autoconservación, típica de la época moderna, se ha hecho cada vez más apremiante, hasta convertirse en el eje alrededor del cual se construye la práctica efectiva o imaginaria de la sociedad contemporánea. Basta observar el papel que asumió la inmunología, no sólo en su aspecto médico, sino también socio-cultural. Si se pasa del ámbito biomédico al social (la resistencia contra la inmigración) y al jurídico (donde la inmunidad de ciertos hombres políticos es centro de conflictos nacionales e internacionales), tenemos una comprobación ulterior. De donde se lo mire, desde el cuerpo individual al cuerpo social, desde el cuerpo tecnológico al cuerpo político, la inmunidad aparece en la encrucijada de todos los caminos. Lo que cuenta es impedir, prevenir y combatir la difusión del contagio real y simbólico, por cualquier medio y donde sea. Esta preocupación autoprotectiva la encontramos en todas las civilizaciones, pero, hoy, el umbral de alarma respecto a un contagio destructivo y, por consiguiente, la magnitud de la respuesta están llegando al ápice. El problema es que la exigencia inmunitaria, necesaria para defender nuestra vida, llevada más allá de un límite, acaba volviéndose en contra. Como en las enfermedades autoinmunitarias, donde el sistema inmunitario se desencadena contra el mismo cuerpo que debería proteger y lo destruye. El conflicto actual puede ser leído como el trágico punto final de una terrible crisis inmunitaria. En su lógica profunda, este conflicto parece surgir de la implicación perversa de dos obsesiones inmunitarias contrapuestas y especulares: la de un integrismo islámico decidido a proteger hasta la muerte la pretensión de pureza religiosa de la secularización occidental y la de Occidente, empeñado en excluir al resto del planeta de sus bienes en exceso.
—Me parece que la gran apuesta de su último trabajo, “Bíos”, es la distinción entre una biopolítica entendida como política “sobre” la vida y otra como política “de” la vida. ¿Cómo sería?
—Es la pregunta más difícil. Mi libro más que buscar una respuesta trata de abrir el camino, definir una posible línea de investigación. La diferencia entre una biopolítica negativa —biopoder o biocracia— y una biopolítica afirmativa está implícita en Foucault. Pero él nunca llegó a una definición precisa. Biopolítica negativa es la que se relaciona con la vida desde el exterior, de manera trascendente, tomando posesión de ella, ejerciendo la violencia. Como ocurrió de la manera más catastrófica con el nazismo y sigue ocurriendo hoy en muchas partes del mundo. Su característica fundamental es la de relacionarse con la vida a través de la muerte, restableciendo así la práctica de la decisión soberana de vida y de muerte. Funciona despojando a la vida de su carácter formal, de su calificación, y reduciéndola a simple zoé: materia viviente. Aunque este despojamiento de la vida no llega nunca hasta el extremo, siempre deja el espacio para alguna forma de bíos (vida calificada). Pero, precisamente, el bíos es fragmentado en varias zonas a las que se atribuye un valor diferente, según una lógica que subordina las consideradas de más bajo valor, o aun carentes de valor, a aquellas a las que se otorga mayor relieve biológico. El resultado de este procedimiento es una normalización violenta que excluye lo que se define preventivamente como anormal y, al fin, la singularidad misma del ser viviente. Una biopolítica afirmativa, de la que por ahora no se entreven más que signos o huellas, es o debería ser lo contrario de la negativa. No es casual que haya tratado de trazar su contorno a partir de la desconstrucción y de la inversión de los dispositivos nazis. En general, una biopolítica afirmativa es la que establece una relación productiva entre el poder y los sujetos. La que, en lugar de someter y objetivar al sujeto, busca su expansión y su potenciación. Entre los filósofos modernos, quizá sólo Espinosa se movió en esta dirección. Naturalmente, para que el poder pueda producir, en vez de destruir la subjetividad tiene que serle inmanente, no tiene que trascenderla. Así, la norma no tiene que gobernar o discriminar a los sujetos desde lo alto de su generalidad, sino que tiene que ser absolutamente singular como cada vida individual a la que se refiere. Se podría, en fin, hablar de política de la vida y no sobre la vida. No sólo si la vida, cada vida individual, es sujeto y no objeto de la política, sino también si la misma política es repensada mediante un concepto de vida de acuerdo con toda su extraordinaria complejidad interna, sin reducirla a la simple materia biológica. Me doy cuenta de que, por ahora, nos quedamos en el plano de los enunciados; que ejemplos importantes de mi libro, como los del nacimiento y de la carne, no bastan para definir el cuadro de una nueva biopolítica afirmativa. Pero el trabajo apenas ha comenzado y espera ser continuado.

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